EL BUEY SOBRE EL TEJADO
LAS ZAPATILLAS ROJAS DE TERPSÍCORE
Danza. Seducción y muerte
LAS ZAPATILLAS ROJAS DE TERPSÍCORE
Danza. Seducción y muerte
TZERA NOIRE A propósito de Mallarmé -que manifestaría su percepción acerca de la figura de la bailarina como la negación de la mujer que baila-, Paul Valéry expresará que jamás danzarina humana ebria de movimiento se asemejaría a la voluptuosidad translúcida de una "gran medusa de carne de cristal excitable hasta la locura".
Siguiendo este concepto, la danza se nos presentaría autónoma, con la vibración de cuerpos como catalizador de una pulsión despojada de formas delimitadas: medusa dancística de mutabilidad anatómica en coreografías orgánicas de autoexpresión. Es en este marco de liberación de estados y sensaciones a través del movimiento donde podemos situar el paralelismo de la danza con el impulso ligado al Eros y el Thánatos. Baile como médula del ímpetu vital: intensidad, furia? catarsis reveladora de la propia existencia. Ya Baudelaire apuntaba que en su corazón sentía dos sentimientos contradictorios: "el horror de la vida y el éxtasis de la vida". Precisamente este tándem candente protagonizará esta disertación en torno a la disciplina coreográfica.
Desde épocas griegas -de las cuales el poeta romántico John Keats diría que llegaba a sentir la fragilidad del espíritu y el abrumador peso de la mortalidad al contemplar los mármoles del Partenón- la presencia de la danza cobraría una privilegiada categoría motriz vinculándose a todos los aspectos de la vida. La creación directa de la Musa Terpsícore (concebida como fruto de las nueve noches de amor consecutivas de Júpiter con Mnemósine) penetraría en danzas de ritos dionisiacos entendidos como germen de la tragedia u orgiásticos bailes de ménades furiosas; danzas imperecederas hasta el preciso ocaso de la vida y esplendor de la muerte. Estas nupcias entre los conceptos de danza, arrebatamiento y finitud se reafirman en la figura colmada de voluptuosidades y frenesí de Salomé. Constituida como referente obligado en cualquier banquete de danzas de amor y muerte, Salomé se erige como icono por antonomasia de la seducción sádica por vía del balanceo feroz de su cuerpo. En 1884, el novelista francés Joris-Karl Huysmans escribiría Á revours. En la obra vemos descrita la imagen de esta bailarina como encarnación del Mal a partir de la plástica de Gustave Moreau (La aparición, ca. 1874-1876): "Ella se convertía, de alguna manera, en la deidad simbólica de la indestructible lujuria, en la diosa de la inmortal histeria, en la belleza maldita, escogida entre todas por la catalepsia que le tensa las carnes y le endurece los músculos; en la bestia monstruosa, indiferente, irresponsable, insensible, que corrompe, del mismo modo que la antigua Helena, todo lo que se le acerca, todo lo que mira, todo lo que ella toca?" El baile es tratado en Salomé desde una perspectiva de expresividad corporal carnal y casi primitiva donde sensualidad e impetuosidad concilian los conceptos de Eros y Thánatos. El compositor postromántico Richard Strauss insuflaría -operísticamente hablando- un nuevo vigor a la presencia de la fatal Salomé. Tomando como fuente el texto típicamente fin de siécle de Wilde, la Ópera sería estrenada en el Teatro de la Corte de Dresde el 9 de Diciembre de 1905, con una destacada escena dedicada a la "danza de los siete velos"; y si de danza y destrucción hablamos, las miradas recaerán en Anita Berber (1899-1928). La bailarina inmortalizada por el pincel de Otto Dix fue una de las personalidades más embriagadoras de la Alemania efervescente de la República de Weimar. Anita supo introducir un estilo rupturista y transgresor -casi podríamos hablar de hermanamiento con otras figuras pioneras en la danza moderna: Isadora Duncan, Loïe Fuller?-. Su erotismo y sexualidad sin reservas venía unido a toda una escenografía lúgubre y siniestra con montajes que incorporaban piezas musicales del mismísimo Strauss; espectáculos como Suicidio o Danzas de vicio, horror y éxtasis nutren el corpus de su obra en los escenarios. La tuberculosis hizo que se separara del mundo de la danza de manera prematura. Casi como una visión decadentista, enfermedad, muerte y erotismo abandonarían la representación de máscaras para asentarse como realidad mortuoria. "
Hubo risas, expresiones de desprecio, silbidos y gritos que imitaban animales, y tal vez a la larga se hubiera acabado el tumulto por cansancio si la multitud de estetas y algunos músicos, llevados de un celo excesivo, no hubiesen insultado y zarandeado incluso al público de los palcos? Así conocimos esa obra histórica [?]" Estas palabras de Jean Cocteau (Le coq et l'Arlequin, 1918) nos llevan directamente al 29 de mayo de 1913: presentación de Le Sacre du Printemps en el Theatre des Champs-Elysées; estrenado por los Ballets Rusos de Diaghilev con partitura de Igor Stravinsky. El tercer ballet que el compositor ruso compondría en colaboración con Diaghilev (con anterioridad El pájaro de fuego y Petrushka) supuso lo que toda obra vanguardista en su momento: un punto de inflexión y contribución al desarrollo artístico. La búsqueda de lenguajes rompedores en el compositor generó toda una polémica musical, un antirromanticismo en su expresión más inclemente. La coreografía de Nijinsky rompía de igual modo con la estética tradicional del ballet romántico, de movimientos agresivos, casi sexuales. El argumento de la pieza -girando en torno a la dualidad existencial de la vida y la muerte- se constituía como un gran rito sacro y pagano donde una virgen bailaría hasta morir. El sacrificio de una doncella -expiración- como culto a la primavera -otorgadora de vida-. En 1959, el coreógrafo belga Maurice Béjart, fallecido recientemente, ofrecía una relectura de la Consagración de Stravinsky. La Primavera sería entendida ahora como metáfora de la unión sexual entre hombre y mujer. "Un himno a esa unión en las profundidades más interiores de la carne, una unión de cielo y tierra, una danza de vida y muerte, tan eterna como la Primavera" -esclarecería Béjart-. El sacrificio de la doncella virgen sería sustituido en el coreógrafo por la unión sexual culminada en el orgasmo.
En 1902, el pintor Edward Munch exhibiría los 22 cuadros que compondría el Friso de la vida. Él mismo se referiría a esta serie de pinturas como una sinfonía. Pintor de la angustia e individualidad remarcadas por la profusión de líneas ondulantes, concebiría como parte central de este friso La danza de la vida. En Munch, los motivos existenciales (Atardecer en la calle Karl Johan, 1892), las connotaciones sexuales (Mujer vampiro, 1894) o el aire sombrío de su cromatismo constituirían todo un motivo genérico. "Desde que nací los ángeles de la angustia, el desasosiego y la muerte estaban a mi lado". Por eso, nos resulta especialmente revelador que una escena de aparente danza y sosiego como La danza de la vida aparezca representada con tintes espectrales casi como si de un cortejo fúnebre se tratara. Gustave Mahler haría alusión a este matiz que vemos en la plástica de Munch cuando hablaba de ciertos movimientos de danzas en sus sinfonías. El compositor, obsesionado por la muerte en su conjunción con lo sensual, sería escogido por el director contemporáneo de culto Guy Maddin como banda sonora para su film experimental en clave de cine mudo en torno al mito del vampiro. Dracula: Pages From A Virgin's Diary (2002). Esta peculiar obra cinematográfica conformada a partir de una estructura de ballet filmado contaría con la partitura bellamente decadente del compositor post-romántico.
Tal y como venimos dilucidando, el medio coreográfico nos ofrece una comunión perfecta en la representación de la ambivalencia existencial como expresión artística. El cuento de Hans Christian Andersen Las zapatillas rojas (1845), nos narra el trágico encuentro entre una niña y unas zapatillas de ballet hechizadas que le harán bailar frenéticamente hasta su muerte. Llevada al cine por Michael Powell y Emeric Pressburguer en 1948 -con una fascinante secuencia de ballet donde sobresale una escenografía expresionista bajo la dirección artística de Hein Heckroth-, nuestra protagonista se ve arrastrada a un suicidio cuya sangre hará que tiña sus zapatillas de rojo. Casi un "hermoso suicidio" en palabras de Mallarmé. También Mallarmé, como hemos apuntado al inicio del texto, acuñaba la idea de que la bailarina no era una mujer que bailara. La Musa de la danza, Terpsícore, calzaría zapatillas rojas de terrible belleza. Y no? ella tampoco era una mujer.
FONTE: La Opinión de Tenerife - Santa Cruz de Tenerife,Canarias,Spain
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